Una de las épocas de mayor productividad artística y mayor rebeldía fue el siglo XIX. Al empeño de sus novelistas y poetas, músicos, arquitectos y pintores debemos en gran parte la riqueza y multiplicidad de nuestro arte actual.
Veremos pues cómo se fue gestando un abandono paulatino de los moldes neoclásicos, del rigorismo formalista, del racionalismo, de la dependencia del arte de factores ajenos a él, de la norma, etc., para abrir las puertas a nuevas y revolucionarias concepciones estéticas que reaccionaron de maneras diversas al devenir ideológico del siglo.
Los tres factores más determinantes en el desarrollo artístico del siglo:
- la consolidación de la burguesía como clase dominante.
- la coexistencia de academicismo e innovación
- la conciliación del individuo con la sociedad.
Existirá una poderosa corriente de arte burgués de consumo en la que intentará abrir brecha el arte genuino para intentar nuevas vías de expresión: la pintura contemporánea al aire libre frente a la pintura mitológica de taller, la indefinición modal o tonal frente a la opereta, la arquitectura metálica frente al monumentalismo, el drama romántico frente al melodrama, por poner solo
algunos ejemplos.
Durante todo ese siglo, y una vez caído el Antiguo Régimen como ya hemos dicho, asistimos a una preocupación constante por reflejar una dialéctica: la del individuo que lucha por recobrar su identidad y su papel social contra el enemigo que suponen las estructuras de poder, ya sea políticas, económicas o culturales. Esta lucha tomará diferentes matices. Así, a principios de siglo, veremos cómo el individuo rehuye el enfrentamiento directo con la Historia, refugiándose en su melancólico aislamiento, obsesionado consigo mismo; a mediados de siglo optará en cambio por el combate cuerpo a cuerpo, convencido de sus posibilidades, confiado en que otro mundo es posible; y en el último tercio, desesperado y decepcionado, se refugiará en el sueño, el símbolo o los paraísos artificiales para desentenderse de la realidad.
La pintura neoclásica, representada magistralmente por Jacques-Louis David (1748-1825) y Dominique Ingres (1770-1867), parte de la concepción trascendente del arte, es decir, de un arte útil cuyo objeto sería aleccionar al pueblo; para ello se rescatan los ideales estéticos clásicos en respuesta austera a las estridencias del barroco y, sobre todo, del sensualismo rococó orientado no al intelecto sino a los sentidos.
Durante los años imperiales el pintor más conocido de Francia fue sin duda Jacques-Louis David a quien debemos cuadros de temas revolucionarios tan conocidos por todos como la Muerte de Marat (1793), o los diversos retratos de Napoleón que han servido para asentar iconográficamente la figura del general
y emperador en la imaginación occidental3. Ingres, que se educó en el taller del anterior, representa la perfección absoluta del dibujo y la simetría, la quintaesencia del arte neoclásico que intentó inculcar a sus alumnos de la escuela de Bellas Artes. La pintura romántica supuso la irrupción del individualismo y la subjetividad en el arte. Aunque acallada momentáneamente por el clasicismo imperial, esta pintura empezó a gestarse tras el fracaso de la Revolución y sus valores de libertad que nunca se pusieron verdaderamente en marcha. Tras ella, la idea de un cambio global de la sociedad parecía utópica, dando a entender que sólo quedaba ya la posibilidad de las revoluciones individuales, la rebeldía del yo ante un mundo demasiado rígido y convencional.
Precisamente por eso ya no se buscaba un arte para cambiar la sociedad como ocurría en el neoclasicismo, sino para expresar el interior del individuo como única verdad. Será un movimiento subjetivo que no plasmará (aún) la realidad tal y como se ve, ni tampoco (ya) tal y como se quisiera ver, sino en función de los sentimientos del sujeto que, en oposición a lo racional, serán la clave para interpretar el mundo; el destino trágico, la libertad, el erotismo, la violencia, lo irracional y oculto, el poder sereno y apacible o violento y turbulento de la naturaleza recién recuperada para el arte o la actualidad histórica y política son las bases temáticas de esta estética. Frente a la depurada línea del neoclasicismo, los pintores románticos,
esencialmente Théodore Géricault (1791-1824) y Eugéne Delacroix (1798-1863) prefieren la potencialidad expresiva del color y de la luz, sobre todo Delacroix que se convertiría en maestro de los impresionistas por sus atrevidas experimentaciones cromáticas en una pintura hasta entonces dominada por los tonos apagados, terrosos, monótonos y sin vida.
La obra de arte romántica debía su grandeza en parte a la improvisación, al sentimiento, al estado de ánimo y a la inspiración, más fértiles, a su parecer, que la labor racional, el trabajo sistemático o el plan preconcebido.
del arte realista de Camille Corot (1796-1875) y Gustave Courbet (1819-1877) a la pintura impresionista. Los pasos esenciales en ese tránsito fueron:
- La contemporaneidad y la cotidianeidad que contribuyeron a enriquecer temáticamente la pintura. La gran novedad es la ausencia de referencias fuera de la percepción visual, basándose en lo visible y no en el ideal respaldado por la pintura académica,
- La preocupación por investigar cómo se proyecta la luz sobre el objeto o la figura humana, y cómo trasladar sus efectos cambiantes al lienzo5 es una de las bases de esta pintura.
- La pintura al aire libre, porque la luz se convierte en un reto cuando cambia, cuando se hace volátil y fugitiva.
Claude Monet (1840-1926), Edouard Degas (1834-1917), Camille Pissarro (1830-1903) o Auguste Renoir (1841-1920) representaron en sus cuadros las escenas cotidianas de ia vida moderna francesa desde una perspectiva eminentemente sensorial, intentando registrar lo que el ojo ve, con todas sus limitaciones y sin ningún convencionalismo técnico o moral.
Poco a poco la pintura académica se fue abriendo al nuevo concepto pictórico e incluso el público comenzó a aceptarlo: lo heterodoxo se hizo ortodoxo.
LA LITERATURA. DEL YO A LA REALIDAD Y AL SUEÑO
La imitación de los modelos antiguos dará paso a un arte gobernado por la inspiración y el genio individual que, a finales del siglo anterior, había encontrado en Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) su principal motor ideológico. Este individualismo sensuista -"Siento, luego existo"- se nutrió del creciente pesimismo y del desencanto posrevolucionario que provocaron que el yo se encerrase en su interior o se refugiase en la naturaleza y el viaje para dar la espalda a la realidad.
Pero a medida que avanza el siglo el individuo va recobrando la confianza en sí mismo y en el contexto social donde se encuentra. De aquí que asistamos a un renovado interés por dos nuevos aspectos: la Historia y el hombre social.
El protagonismo de una historia cada vez más cercana al presente domina tanto en novela —Les Chroniques italienms de Stendhal, Notre-Dame de París de Hugo o I^es Chouans de Balzac— como en la poesía —Jocelyn (1836) y de Les Révolutions (1837) ambos de Lamartine o La légende des sueles (1859) de Víctor Hugo— y también en el drama —gran parte de las obras de Hugo y de Alfred de
Vigny-. El arte se hizo trascendente en su necesidad de reflejar los problemas de la sociedad y orientarla hacia un nuevo rumbo.
Flaubert, como Emile Zola poco más tarde, comprendieron que el autor no podía ni debía copiar la realidad sino interpretarla, recrearla: "dar sensación de realidad" pero sin pretender ser la realidad misma. Y para ello el autor debía parecer ausente del texto, al menos en el nivel más explícito.
Aun habiendo talantes optimistas como el de Zola que creían en un mundo edificado sobre el progreso científico, la justicia entre los hombres y el trabajo por encima de las miserias humanas, en general el aire de esta época estaba impregnado de gran pesimismo y desencanto. El artista se sentía incomprendido en una sociedad tremendamente materialista en la que se comercializaba con todo; en una sociedad plagada de apariencias y cinismo, y profundamente conservadora. Crecía el sentimiento de hastío así como la incapacidad para asumir la pérdida de cualquier dimensión trascendente promovida por el materialismo positivista. Es el momento en que primero Baudelaire (1821-1867) y luego Verlaine (1844-1896), Rimbaud (1854-1891) y Mallarmé (1842-1898) intentan llenar ese vacío con la trascendencia poética que traerá el simbolismo, y con él la modernidad poética.
La poesía simbolista escapa del ámbito exclusivamente artístico para proponer una lectura del mundo desde un ángulo diferente, analógico, y no analítico o racional. Incluso podemos decir que la literatura, en general,' se vive en los últimos años del siglo como una auténtica religión en un momento de avidez de absoluto.
De todo esto se desprende la impresión general de que se trata de una poesía obtusa, oscura e incomprensible, algo que generó a los simbolistas numerosas críticas por parte de quienes aún se mantenían fieles a las exigencias clásicas de claridad y racionalidad, y por parte de los defensores de la poesía romántica, más realista y sencilla formalmente.
LA ARQUITECTURA. ECLECTICISMO Y METAL
La arquitectura francesa del XIX emprende su andadura basándose en tres elementos clave: historicismo, funcionalidad y renovación de los materiales.
En el primer tercio del XVIII se descubrieron los restos de Pompeya (1748) y Herculano (1737). Estas excavaciones vinieron a reforzar el gusto por la Antigüedad nutrido por los preceptos ilustrados. El neoclásico se fue imponiendo con su tendencia a sumar arqueología y moral.
En la arquitectura decimonónica el historicismo supuso no tanto el interés por la recuperación de los estilos del pasado, reinterpretados o copiados científicamente, como su coexistencia pacífica. Durante todo el XIX asistimos a la simultaneidad de estilos arquitectónicos que van desde el más puro neoclasicismo hasta una concepción más amplia que abarca todo lo que recuerde, aunque sea vagamente, a la Antigüedad, neobarroco, neogótico, bizantino, etc., ya sea en construcciones nuevas o en restauraciones. Lo que ocurre, sin embargo, es que en muchas ocasiones cuando este eclecticismo se aplicaba a una sola obra se transformaba en abigarramiento inarmónico en manos de clientes cuyo único interés era la ostentación y el lujo.
Hay construcciones como el Teatro de la Opera (1875) de Paris del arquitecto Charles Garnier que elevaron este eclecticismo a rango de estilo arquitectónico de calidad bautizado por el propio arquitecto como "estilo Napoleón III".
el arquitecto, en sus diseños -interior y exterior— logró darle una armonía inédita y una funcionalidad que no olvidó garantizar la idoneidad de las cualidades acústicas o los lugares destinados al público.
Otra consecuencia del interés por la Historia fue la recuperación del estilo gótico francés alentada tanto por elementos ideológicos (nacionalismo, tradicionalismo, refugio en tiempos pretéritos, conservación del patrimonio, etc.) como por elementos técnicos, como la renovación de los materiales arquitectónicos.
La era técnica e industrial trajo consigo un cambio en el concepto de belleza en la arquitectura: la belleza intrínseca dejará paso a la belleza en la adecuación a la función.
La misma industria posibilitó el empleo de nuevos materiales, básicamente hierro y el hormigón armado. La sustitución del carbón vegetal por el carbón mineral permitió la obtención de hierro fundido o colado más duro, resistente a la compresión e inflexible, infinitamente más seguro que la madera. Sus condiciones posibilitaban estructuras arquitectónicas más fuertes y altas.
Desde pequeñas construcciones como los invernaderos hasta las más notorias como estaciones de tren —Estación de Saintl^ a^are en París— mercados centrales, grandes almacenes, puentes o galerías cubiertas, sin olvidarnos del mayor símbolo de este arte —LM Torre hiffel (1867)— esta nueva concepción de la arquitectura recorrió no sólo Francia sino Europa entera.
LA MÚSICA: DE \A MÚSICA PROGRAMÁTICA A LA DECONSTRUCCIÓN MUSICAL
Si tuviéramos que reducir la historia de la música francesa del XIX a solo los nombres imprescindibles, creemos que no sería muy errado seleccionar, cronológicamente hablando, a Fléctor Berlioz, Gabriel Fauré, Claude Debussy y Maurice Ravel.
Desde principios de siglo, la música francesa asumió como propias las características del romanticismo musical inaugurado por Beethoven. De entre ellas podemos destacar dos que nos resultan esenciales y ya conocidas: la expresividad y libertad del artista, regidas más por el sentimiento que por la reflexión, y la intensa relación de la música con la literatura. A esto último nos referimos con el concepto de "música programática": una música que atendía más al desarrollo de una idea que al plano estrictamente musical, una composición orquestal inspirada directamente en la literatura —drama, poesía— y que sigue un
argumento. Lo cual nos lleva indefectiblemente al imperio de la ópera y de la incesante "musicalización" de poemas en forma de "melodías".
Héctor Berlioz (1803-1869). Su música es el paradigma del romanticismo que tan asombrosamente inaugurara el primero, como demuestra, por ejemplo, que sea incapaz de componer nada que no vaya asociado a un argumento, un decorado, a una base literaria en definitiva {LM Condenación de Fausto, sobre la obra de Goethe o Romeo y Julieta inspirada en su muy admirado Shakespeare) Asimismo, y a ejemplo de Beethoven, Berlioz es un músico total en cuya obra —en cada notaencontramos una resonancia de los avatares de su vida, como puede comprobarse en su Sinfonía Fantástica.
Jacques Offenbach (1819-1880). En línea con la ópera bufa y el vaudeville del siglo anterior, se centra básicamente en la manipulación —no exenta de "cierta" calidad— de temas mitológicos o clásicos para parodias y veladas alusiones (y a veces no tan veladas) a temas de actualidad en forma de chistes "facilones", triviales, de espíritu lúdico y burlón, en situaciones absolutamente inverosímiles. El ritmo es frenético y el buen gusto se sacrifica muchas veces al efecto.
Gabriel Fauré, con quien el referente figurativo empieza a perderse de manera semejante a lo que iba ocurriendo en poesía, tal y como vimos. Se le suele considerar como el músico de la espiritualidad por el intimismo nostálgico e incluso el misticismo que desprenden sus composiciones, muchas de ellas canciones basadas en poemas simbolistas, especialmente de Verlaine, como ha Bonne Chanson. En medio de un panorama musical dominado por la poderosa influencia de Wagner, Fauré fue de los pocos que pudo resistírsele. A diferencia de aquél, Fauré huye de todo lo grandilocuente para centrarse en lo refinado, elegante y lo preciso, en la estela de Chopin, por ejemplo.
Claude Debussy (1862-1918). Con él, y concretamente con su Preludio a la siesta de un fauno (1894), sobre un poema de Mallarmé, entramos en la música moderna a través de la destructuración de la escala, los nuevos conceptos de orquestación, la interpretación al piano o el poder del sonido por el sonido mismo. Se le ha calificado tradicionalmente de "impresionista" a pesar suyo15; pero lo cierto es que su concepto musical comparte con los pintores el deseo de reflejar una impresión, la fugacidad de un momento, la sensibilidad por encima del academicismo y de lo figurativo. Esa huida del referente literario le hizo escoger Pilleas et Mélisande de Maeterlinck como base de su única ópera: un texto muy innovador y sutil que se limita a sugerir, a hacer un elocuente uso del silencio, reduciendo al mínimo cualquier elemento accesorio en escenografía, diálogo, etc. Es el polo opuesto de la ópera wagneriana16, y por supuesto, de la ópera italiana. Lo mismo ocurre con sus composiciones: todas ellas llevan un nombre (Primavera, Iberia, El rincón de los niños, Estampas, El mar, Claro de luna, etc.) pero la música no está a su servicio, no es un nombre significativo porque las notas no relatan su historia, se limitan a ofrecer una impresión del mar, de lo español o de la luz de la luna, por ejemplo.
Debussy aborreció desde su juventud cualquier regla fija que sometiese a la modulación o la progresión, haciendo con las relaciones tonales lo que los pintores modernos hicieron con los colores. La armonía y la melodía ceden su hasta entonces indiscutible preeminencia al color, el timbre y el ritmo.
Si Debussy continuaba el sensualismo de Chopin, Ravel estaba más próximo a la precisión de liszt. Porque allí donde Debussy elucubraba lejos de cualquier norma, entre la improvisación, el exotismo, la impresión tonal o las escalas no resueltas, Ravel operaba más como un técnico.
Lo instintivo, vago y ensoñador deja paso al estudio equilibrado y objetivo, con un extraordinario acabado no exento muchas veces de ingenio. Si pudiéramos aplicar a los dos músicos referentes poéticos, Debussy estaría más próximo a Baudelaire y Verlaine y Ravel al más intelectual Mallarmé, cuya sintaxis es muy similar a la manera de componer de Ravel como podemos observar en Trois poémes de Mallarmé, compuestos bajo el influjo de Schónberg, el músico del progreso, de la disonancia expresionista, y de
Stravinsky18. En general, en toda su música se pueden detectar influencias de los grandes movimientos estéticos de la época desde el impresionismo y simbolismo hasta el cubismo o expresionismo.